sábado, 7 de mayo de 2016

Gira il mondo gira...

¿Dónde estoy? ¿Qué está sucediendo? Hace un momento todo estaba en calma y yo dormitaba, pero de pronto estoy rodeada de un ruido ensordecedor. No oigo la voz de mi ama. No nos movemos. ¿Me habrá dejado sola? Tengo miedo de asomar la cabeza por la rendija de la cremallera: no sé quién hay del otro lado.

Siento una sacudida. Escucho un chirrido. Un golpe. Inmovilidad de nuevo. Risas. El barullo atronador se intensifica. Sigo sin ser capaz de identificar voces familiares.

Un impulso repentino me empuja hacia atrás, hacia la pared del bolso. ¡Algo me arrastra! Durante un breve instante parece que voy a estrellarme contra la fuente de ese sonido terrorífico. Me siento entonces oprimida contra la base de mi habitáculo, como si de improviso pesase varias toneladas. Miro hacia arriba y la rendija iluminada que me conecta con el exterior me resulta lejana e inalcanzable. Tengo que hacer un esfuerzo sobreardillil para volver a incorporarme sobre las patas. El ruido se va alejando paulatinamente y es reemplazado por un rumor sordo semejante a un soplido.

El movimiento se detiene lentamente. No sé cuánto tiempo permanezco estática, intentando deducir mi posición en función de las ráfagas de viento. No recordaba que la brisa fuese tan intensa cuando salimos de casa. ¿Cuánto tiempo he dormido? A mi alrededor sigo escuchando risas y varios chasquidos. No entiendo nada. ¿Le habrán robado el bolso a mi dueña?

¡Me caigo! Siento un vacío horroroso en el estómago y me doy cuenta de que me estoy precipitando hacia abajo. Oigo unos gritos en el exterior. Intento agarrarme inútilmente a uno de los bolsillos internos, pero todo cae conmigo. Tengo la garganta seca y las garras crispadas. Tiemblo de las orejas a la cola. La algarabía se acerca vertiginosamente como si fuese a tragarme y la percusión de la música no me deja distinguir los latidos de mi propio corazón.

¡No quiero morir, no quiero morir!

¡Por favor, hay una ardilla en este bolso!

¿No me oyen?

¡No quiero morir!

Pero no muero. El sonido me engulle, mis sienes palpitan frenéticamente y mi pelaje está de punta, pero no muero. Siento de nuevo el empuje horizontal, atravieso de nuevo la cortina cacofónica y risueña, y me envuelve otra vez el silencio ficticio del viento. Me siento mareada.

Solo entonces escucho por fin la voz de mi ama. “Nueve años” dice en un susurro cuya inflexión estoy demasiado aturdida para interpretar debidamente. Aún no comprendo, continúo aterrada, pero jamás me he sentido más aliviada de tenerla a mi lado. Por alguna extraña razón me siento menos desamparada sabiendo que, de morir, moriremos juntas. Haciendo acopio de valor, trepo dificultosamente por el interior del bolso (tiemblo demasiado para hacer gala de mi agilidad habitual) y asomo despacito la cabeza al exterior.

Estamos altas, muy altas. Mucho más altas que sobre cualquier árbol al que hubiera podido subirme. La ciudad a nuestras patas se extiende serena y pétrea como si fuese una maqueta de sí misma. El sol acaba de ocultarse y el cielo a nuestra izquierda se ha vuelto rosado. Mi primera reacción es el asombro, la segunda el vértigo, la tercera el pánico. Cierro los ojos. El estómago vuelve a encogerse, el corazón me da otro vuelco y la gravedad nos atrae nuevamente hacia la música chillona.

Mi cuarta emoción es la ira. ¿Qué hago yo allí? ¿Por qué me ha traído? ¿Pretende matarme de un susto? Sabe que odio volar, que no me inspiran confianza esos cacharros mecánicos con complejo de ave, y no se le ocurre mejor idea que meterme en un artilugio giratorio todavía más endeble. Ya se puede ir preparando: ¡en cuanto el mundo deje de dar vueltas tramaré mi venganza roedora!

Cuando abro los ojos volvemos a estar arriba, con el viento, rodeadas de azul. Su color favorito. Me tranquilizo un poco. Al tercer ascenso finalmente he constatado que mi vida no corre peligro. Mi dueña me mira disimuladamente y me sonríe. Las ardillas no palidecemos así que es incapaz de darse cuenta del miedo que tengo. Con un leve gesto me señala la ciudad y de pronto comprendo. Nueve años.

Casi una década es mucho tiempo para cualquier cosa, buena o mala. Mientras descendemos, esta vez más lentamente, la observo con la vista enredada en las callejuelas graníticas y me doy cuenta de que no nos limitamos a girar alrededor de un eje: el eje se ha quedado abajo, fragmentado en casitas blancas con tejados rojizos, ilusoriamente inmóvil, dolorosamente hermoso e inaprehensible en su materialidad. La veo repasar ávidamente los rincones conocidos y recorrer con curiosidad los nuevos, esforzándose por memorizar todo aquello que ha cambiado en su ausencia. Todo aquello que seguirá cambiando inexorablemente, estemos aquí o no para presenciarlo.

Por fin sé qué hacemos allí, mi humana y yo, encaramadas a una cabina amarilla a la luz crepuscular. No se trata de infartar roedores, ni de capturar la instantánea perfecta, ni de resucitar fantasmas o de inventariar recuerdos. Es mucho más sencillo que todo eso: simplemente, la única manera de abrazar a una urbe es abarcarla con la mirada.

Crédito foto: A.C.