miércoles, 24 de junio de 2015

Efterlad

Los lugares se abandonan siempre dos veces.
Un lugar se abandona cuando uno dobla su ropa cuidadosamente, vacía la nevera, cierra la maleta y escucha por última vez el chasquido de la llave girando en la cerradura. En el caso de la que suscribe, estas actividades se reducen a ser encerrada en la oscuridad de una Samsonite durante varias horas.
Sin embargo, un lugar se abandona también cuando comienzan los recuentos de cosas que se han quedado sin hacer y de ocupaciones rutinarias que están a punto de dejar de serlo: todavía no he entrado en ese café, aún no he visitado ese museo, ya no me da tiempo a regresar a aquel parque, este es mi último largo en esta piscina. Los lugares se abandonan cuando se los deja tras la ventanilla de un avión, pero sobre todo cuando uno asume la inminente materialidad de esa ventanilla.
Si aceptamos ese desdoblamiento del abandono, entonces es justo decir que mi ama ya se ha ido parcialmente de Copenhague del mismo modo que, probablemente, todavía no se haya marchado del todo de Venecia. La duplicidad del abandono no implica necesariamente que estos tengan que producirse en un orden determinado, ni simultáneamente.
Según esto, mi dueña empezó a marcharse el domingo pasado. El 21 de junio marca el solsticio de verano, el cambio de estación, un nuevo ciclo. Es, también, una de las noches más cortas del año en unas latitudes en las que, ya de por sí, las noches estivales duran mucho menos que en cualquiera de los sitios en los que hayamos vivido antes. Por todo ello, mi humana decidió no dormir. En su lugar veló la oscuridad con los párpados abiertos en espera de que la luz llegase. Cuando por fin lo hizo, a las cuatro y media de la madrugada, se la encontró encaramada a una de las pendientes del Kastellet, cerca de La Sirenita, con los ojos llenos de telarañas, una cámara fotográfica (y una ardilla) en el bolso y un cuadernillo rojo entre las manos.
El cielo estaba encapotado, corría un vientecillo fresco y solamente se escuchaban los trinos de los pájaros y el rumor de las hojas de los árboles. No había nadie. Copenhague parecía congelada dentro del sueño del Maestro Hora mientras nosotras perseguíamos el caparazón de una Casiopea cuyas letras doradas estaban labradas en rayos de sol. Mi bípeda sonrió al pensar en la ironía de que su propia flor horaria se estuviese consumiendo en aquel preciso instante. Allí estábamos, la ciudad y nosotras, frente a frente tras estos seis meses de galimatías lingüísticos, mudanzas y chai lattes, sosteniéndonos la mirada y estrechándonos cordialmente las manos como buenas camaradas de armas. Y todo estaba bien. Copenhague asintió levemente. Podíamos irnos.
Regresamos a casa caminando sin prisa, recorriendo parsimoniosamente los escenarios principales de nuestra existencia danesa mientras el día continuaba clareando a nuestras espaldas. Con las puntas de los dedos, mi ama iba recogiendo uno por uno recuerdos desperdigados aquí y allá; no es de buena educación dejar tus memorias tiradas por ahí cuando te marchas. Además, ese será el último presente con el que nos obsequie Dinamarca. No todo van a ser galletas de mantequilla y rollos de canela.