Los lugares se abandonan siempre dos veces.
Un lugar se abandona cuando uno dobla su ropa
cuidadosamente, vacía la nevera, cierra la maleta y escucha por última vez el
chasquido de la llave girando en la cerradura. En el caso de la que suscribe,
estas actividades se reducen a ser encerrada en la oscuridad de una Samsonite
durante varias horas.
Sin embargo, un lugar se abandona también cuando comienzan
los recuentos de cosas que se han quedado sin hacer y de ocupaciones rutinarias
que están a punto de dejar de serlo: todavía no he entrado en ese café, aún no
he visitado ese museo, ya no me da tiempo a regresar a aquel parque, este es mi
último largo en esta piscina. Los lugares se abandonan cuando se los deja tras
la ventanilla de un avión, pero sobre todo cuando uno asume la inminente
materialidad de esa ventanilla.
Si aceptamos ese desdoblamiento del abandono, entonces es
justo decir que mi ama ya se ha ido parcialmente de Copenhague del mismo modo
que, probablemente, todavía no se haya marchado del todo de Venecia. La
duplicidad del abandono no implica necesariamente que estos tengan que
producirse en un orden determinado, ni simultáneamente.
Según esto, mi dueña empezó a marcharse el domingo pasado.
El 21 de junio marca el solsticio de verano, el cambio de estación, un nuevo
ciclo. Es, también, una de las noches más cortas del año en unas latitudes en
las que, ya de por sí, las noches estivales duran mucho menos que en cualquiera
de los sitios en los que hayamos vivido antes. Por todo ello, mi humana decidió
no dormir. En su lugar veló la oscuridad con los párpados abiertos en espera de
que la luz llegase. Cuando por fin lo hizo, a las cuatro y media de la
madrugada, se la encontró encaramada a una de las pendientes del Kastellet,
cerca de La Sirenita, con los ojos llenos de telarañas, una cámara fotográfica
(y una ardilla) en el bolso y un cuadernillo rojo entre las manos.
El cielo estaba encapotado, corría un vientecillo fresco y
solamente se escuchaban los trinos de los pájaros y el rumor de las hojas de
los árboles. No había nadie. Copenhague parecía congelada dentro del sueño del
Maestro Hora mientras nosotras perseguíamos el caparazón de una Casiopea cuyas
letras doradas estaban labradas en rayos de sol. Mi bípeda sonrió al pensar en
la ironía de que su propia flor horaria se estuviese consumiendo en aquel
preciso instante. Allí estábamos, la ciudad y nosotras, frente a frente tras
estos seis meses de galimatías lingüísticos, mudanzas y chai lattes,
sosteniéndonos la mirada y estrechándonos cordialmente las manos como buenas
camaradas de armas. Y todo estaba bien. Copenhague asintió levemente. Podíamos
irnos.
Regresamos a casa caminando sin prisa, recorriendo
parsimoniosamente los escenarios principales de nuestra existencia danesa
mientras el día continuaba clareando a nuestras espaldas. Con las puntas de los
dedos, mi ama iba recogiendo uno por uno recuerdos desperdigados aquí y
allá; no es de buena educación dejar tus memorias tiradas por ahí cuando te
marchas. Además, ese será el último presente con el que nos obsequie Dinamarca.
No todo van a ser galletas de mantequilla y rollos de canela.